7.10.2006

MIRONES

Recordábamos hace días al sádico de la esquina. El tipo con cara normalona y bigotico, que nos esperaba a las asustadas niñas del colegio de monjas en una esquina apartada a la hora de la salida, metido en su Malibú beige. Con las manos en la masa: un gusano regordete, de color indefinido que mostraba orgulloso.

Algunos representantes presentaron la queja ante el colegio y la policía municipal. No sabemos si aquel señor fue arrestado. De todas maneras, contado así, suena a un caso de exhibicionismo anticuado, aunque sospechamos que alguno como él debe continuar al acecho en los alrededores de cualquier respetable colegio de niñas.

Decimos anticuado, porque aunque condenable, esta forma de exhibicionismo no le llega ni a los talones a cualquiera de las que estamos acostumbrados en la actualidad. Ni que decir que para la existencia de un exhibicionista hace falta un mirón, pues si no, no tiene gracia el asunto.

Y todos somos mirones. Consumimos sin darnos cuenta, o conscientemente, todas las formas de exhibicionismo a las que estamos expuestos, que van desde la señora que expone a grito pelado que su esposo le monta cachos con su hija en el programa del lunes en la noche (en edición especial) hasta el parto de Norkis Batista, como parte de las vivencias del personaje que interpretaba en la novela. Eso si, después de estar expuestos a su barriga que crecía y crecía delante de nuestras narices cada noche a las nueve.

¿Qué es peor? El señor baboso que asusta a unas niñas, o que esas niñas lleguen a la casa tarareando una canción de reguetón como “La Quemona”, moviendo su culito al compás, como el gitanito de la novela de Camilo José Cela.

No queremos predicar moralismos. Tampoco estamos de acuerdo con el señor asustaniñas. Pero habría que sincerarnos un poco. Estamos encantados con la idea de ver como a la artista se le dobló la pata en el concurso de baile cuando su pareja no la cargó bien. Más contentos aún estamos con las cámaras dentro de los camerinos de los jugadores del Mundial.

Ya nada parece ser suficiente para apagar nuestra sed de mirar.