BULLSEYE
Kenneth Pinyan, un ingeniero de 45 años murió en el año 2005 en el hospital Enumclaw de Washington, al ser penetrado analmente por el potro y sufrir una perforación en el colon. Y todo este cuento, aunque fue publicado hasta la saciedad en los periódicos de Seattle de la época, lo supimos por Robinson Devor, un cineasta independiente que documentó el caso por más de un año para producir una extraña y magnética película: “ZOO”, seleccionada para el Sundance Film Festival y para el reciente Festival de Cannes en mayo pasado.
Dudamos mucho que un tema tan escabroso protagonice nuestras carteleras cinematográficas en un futuro próximo, aunque el realizador haya logrado una reflexión acerca de la zoofilia sin generar el menor ápice de morbo y sin darle lugar al sensacionalismo, sino más bien obtener una pieza con un tono onírico, con el que intenta averiguar hasta qué punto personas aparentemente racionales pueden justificar sus propósitos.
Pero nos da pie a pensar, no tanto en los cuentos que todos conocemos o hemos escuchado alguna vez de las burras, chivas, o hasta gallinas que recibieron las embestidas de algún púber alborotado por las hormonas en las vacaciones en la finca de los abuelos. O en los cuentos y chistes, que los hay por miles, sobre viejas solteronas con sus perritos. Tampoco en las más variadas alternativas de perversión que ofrece la industria de la pornografía hoy en día, que incluyen por supuesto, animales. Sino en los pequeños (o más bien grandes) secretos que guardamos o compartimos con algunos pocos sobre nuestros gustos o aficiones más particulares e íntimas.
Kenneth Pinyan era un hombre normal y corriente. Dedicado a la ingeniería aeronáutica por ejemplo, y convencido firmemente de que el caballo consentía y hasta disfrutaba las prácticas sexuales tanto como él, mientras ambos eran grabados por un grupo de amigos que también tenían relaciones con caballos y otros animales domésticos. Este grupo, llamado Zoo, se citaba por Internet para encontrarse, conversar (entre ellos y con los animales), caminar desnudos en la noche por los paisajes campestres del lugar y; finalmente, grabarse sosteniendo relaciones con los animalitos.
Cuántos señores encorbatados, o respetables damitas de tantos que conocemos, no esconderán un secreto tan grande y probablemente tan inconveniente como el de nuestro pana Kenneth? A algunos les costará varias décadas salir del closet, por ejemplo. Y tendrán hijos y nietos retratados en hermosísimas fotos que los acompañarán dentro de sus billeteras a los viajes hacia algún destino exótico en el que conquistarán a algún chamito de catorce años, que ofrecerá sus favores sexuales a cambio de un blue jean.
Otras señoras jamás confesarán que la única manera en la que pueden alcanzar el placer, es a través de la asfixia temporal del compañero/ compañera en un facesit… uno que otro, en alguna borrachera, admitirá haber asistido a una fiesta swinger.
Pero la mayoría, nos guardaremos esos placeres secretos, algunos sanos, otros más perversos y elaborados, para nosotros mismos. Serán compartidos si acaso, con algún colega anónimo en Internet, y que a lo lejos participará con placer de nuestra confidencia, y coincidencia. O con algún grupo, ghetto o secta a la que secretamente logremos pertenecer.
Nos encontramos aquí en un momento complicado, que viene de una represión puritana en la que la sexualidad se limitaba solamente a fines reproductivos, para convertirse en el otro extremo de la búsqueda desenfrenada del placer, por cualquier medio.
Muy pocos asumiremos o haremos públicos nuestros pequeños secretos. No sabríamos como nombrar las prácticas o aficiones que se sitúan en ese estado límbico entre la perversión y la sana búsqueda del placer.