10.02.2006

DESDE EL MIEDO

Hace un par de días, por alguna casualidad macabra de la vida, se me cruzó en el camino una exposición, itinerante por diferentes ciudades del mundo, del Museo de la Tortura. En esta muestra se exhiben las diferentes herramientas que hemos utilizado los seres humanos a través de la historia, para infringir sufrimiento y castigo a nuestros semejantes, en nombre de la justicia y la divinidad.

De todos los instrumentos terroríficos, y los grabados que los acompañaban, explicando detalladamente su uso y consecuencias, el que más recuerdo es el Cinturón de Castidad.

Así visto en persona, es una especie de pantaleta de hierro con dos aberturas, finamente ornamentada con hermosos dibujos y un candado que la asegura en la cintura. Según explican en la exposición, era un instrumento que no podía utilizarse por tiempos largos, tal y como creemos, pues en ese caso, la fémina en cuestión moriría al poco tiempo, a causa de las infecciones e intoxicación por el contacto del hierro con sus partes nobles. Así que en realidad se utilizaba para evitar violaciones durante viajes y hospedajes en hostales, o mientras ocurría alguna ocupación de soldados en la ciudad.

Citando textualmente el catálogo de la exposición encuentro que “sabemos por muchos testimonios que las mujeres se colocaban el cinturón por iniciativa propia (…) Así llega a plantearse la cuestión: ¿el cinturón es no no instrumento de tortura? La respuesta ha de ser un sí inequívoco, este ultraje al cuerpo y al espíritu, es impuesto por el terror del macho, por el temor a causa de sufrir a causa de la agresividad masculina…”

Esto me lleva a pensar en el cinturón de castidad mental que llevamos todas en la cabeza. Y no por preservar nuestra inocencia y pureza; sino, como dicen los curadores de la exposición, por miedo. Por el pavor que tenemos de ser agredidas por el hombre, que bien se ha ganado esa fama.

Así, todas nuestras relaciones están bien cimentadas en el miedo. Nacen y se desarrollan desde allí. Desde el temor a ser heridas y vejadas. Y como para comprobar esa hipótesis, esto sucede con frecuencia, pues los hombres también están condicionados y entrenados para violentar esos cinturones que nos protegen.

No está fácil deshacernos de tan horrorosa prenda, ya bien dicen los expertos que nuestras bisabuelas las usaban por decisión propia…