6.19.2007

BULLSEYE

El caballo se llamaba Bullseye.

Kenneth Pinyan, un ingeniero de 45 años murió en el año 2005 en el hospital Enumclaw de Washington, al ser penetrado analmente por el potro y sufrir una perforación en el colon. Y todo este cuento, aunque fue publicado hasta la saciedad en los periódicos de Seattle de la época, lo supimos por Robinson Devor, un cineasta independiente que documentó el caso por más de un año para producir una extraña y magnética película: “ZOO”, seleccionada para el Sundance Film Festival y para el reciente Festival de Cannes en mayo pasado.

Dudamos mucho que un tema tan escabroso protagonice nuestras carteleras cinematográficas en un futuro próximo, aunque el realizador haya logrado una reflexión acerca de la zoofilia sin generar el menor ápice de morbo y sin darle lugar al sensacionalismo, sino más bien obtener una pieza con un tono onírico, con el que intenta averiguar hasta qué punto personas aparentemente racionales pueden justificar sus propósitos.

Pero nos da pie a pensar, no tanto en los cuentos que todos conocemos o hemos escuchado alguna vez de las burras, chivas, o hasta gallinas que recibieron las embestidas de algún púber alborotado por las hormonas en las vacaciones en la finca de los abuelos. O en los cuentos y chistes, que los hay por miles, sobre viejas solteronas con sus perritos. Tampoco en las más variadas alternativas de perversión que ofrece la industria de la pornografía hoy en día, que incluyen por supuesto, animales. Sino en los pequeños (o más bien grandes) secretos que guardamos o compartimos con algunos pocos sobre nuestros gustos o aficiones más particulares e íntimas.

Kenneth Pinyan era un hombre normal y corriente. Dedicado a la ingeniería aeronáutica por ejemplo, y convencido firmemente de que el caballo consentía y hasta disfrutaba las prácticas sexuales tanto como él, mientras ambos eran grabados por un grupo de amigos que también tenían relaciones con caballos y otros animales domésticos. Este grupo, llamado Zoo, se citaba por Internet para encontrarse, conversar (entre ellos y con los animales), caminar desnudos en la noche por los paisajes campestres del lugar y; finalmente, grabarse sosteniendo relaciones con los animalitos.

Cuántos señores encorbatados, o respetables damitas de tantos que conocemos, no esconderán un secreto tan grande y probablemente tan inconveniente como el de nuestro pana Kenneth? A algunos les costará varias décadas salir del closet, por ejemplo. Y tendrán hijos y nietos retratados en hermosísimas fotos que los acompañarán dentro de sus billeteras a los viajes hacia algún destino exótico en el que conquistarán a algún chamito de catorce años, que ofrecerá sus favores sexuales a cambio de un blue jean.

Otras señoras jamás confesarán que la única manera en la que pueden alcanzar el placer, es a través de la asfixia temporal del compañero/ compañera en un facesit… uno que otro, en alguna borrachera, admitirá haber asistido a una fiesta swinger.

Pero la mayoría, nos guardaremos esos placeres secretos, algunos sanos, otros más perversos y elaborados, para nosotros mismos. Serán compartidos si acaso, con algún colega anónimo en Internet, y que a lo lejos participará con placer de nuestra confidencia, y coincidencia. O con algún grupo, ghetto o secta a la que secretamente logremos pertenecer.

Nos encontramos aquí en un momento complicado, que viene de una represión puritana en la que la sexualidad se limitaba solamente a fines reproductivos, para convertirse en el otro extremo de la búsqueda desenfrenada del placer, por cualquier medio.

Muy pocos asumiremos o haremos públicos nuestros pequeños secretos. No sabríamos como nombrar las prácticas o aficiones que se sitúan en ese estado límbico entre la perversión y la sana búsqueda del placer.

6.05.2007

LIBERTAD DE EXPRESION

Está muy de moda por estas fechas la palabrita. ¡Libertad de expresión! gritan todos los estudiantes que asisten a las marchas que pasean y alborotan nuestra ciudad por estos días, quien sabe si conscientes de la responsabilidad que tienen como ciudadanos en este momento histórico, o más porque encuentran en las manifestaciones un lugar de encuentro más económico que una sitio nocturno, donde puedes conocer gente, mirar y dejarte mirar con tu franelita de RCTV anudada en la cintura para enseñar el ombliguito, (como escuché decir a alguien por ahí), o como la mejor excusa para jubilarse de clases, gastando máximo lo que inviertes en un helado, una gorra de RCTV y dos botellitas de agua mineral.

Habrá de todo, no negamos que poco a poco se harán conscientes del compromiso que están asumiendo y este tendrá más peso que el paveo del que los acusan los oficialistas, aunque estoy segura de que, en los morrales permanecerán los paraguas para resguardar los cabellos secados durante los aguaceros de esta época.

En todo caso, el tema de la libertad de expresión es algo que pesa mucho y que probablemente en algunos casos se ve más amenazado por nuestra sociedad moralista de lo que creemos.

Más de uno se escandalizaría si ve un par de hombres tomados de la mano mientras camina por las calles del centro de Caracas. Mientras aceptamos, alcahueteamos y celebramos al tío que tiene dos mujeres, y dos familias en vidas paralelas. Probablemente esta pareja de homosexuales es más seria y estable que cualquiera de las que los demás (tan apegados a la norma) integramos.

Bien dicen algunos por allí que mi libertad termina cuando comienza la del otro. Y estamos bastante lejos de ser una sociedad de avanzada, aunque quieran hacérnoslo creer. Primero que nada porque vivimos, respiramos y habitamos en la intolerancia. Y con esto no queremos hacernos eco de opiniones de tantos estudiosos que discursean acerca de esta sociedad dividida en dos toletes.

Somos intolerantes, a nuestra manera, chalequeadora, echadora de broma, bastante pesada en muchas ocasiones, con los que son diferentes, con las situaciones que representan cambios a lo que normalmente estamos acostumbrados. Con los que se atreven a creer en si mismos y a ser auténticos, a pesar de no entrar en los cánones estrechos a los que estamos tan acostumbrados. Por eso hacemos como si la gordita que intenta a toda costa ser simpática, o el grupito de chicos tímidos que estudian mucho, no existieran. Ignoramos a los que no son iguales a lo que esperamos, y que por lo tanto no pertenecen al grupete en el que nos movemos. Y se aplica lo mismo a esos también, a los que pertenecen a ghettos de autoafirmación de las diferencias, a los alternativosneopunkhippies que andan por ahí, cerrados en si mismos y negando la existencia de los demás.

Nos escandaliza presenciar que una pareja se besa con ganas y con bastante lengua, en una esquina de Chacao, en una clara expresión del afecto, o las ganas que se tienen, en resguardo de nuestra moral y las buenas costumbres. Mientras con envidia sana admiramos la súper Hummer que atraviesa esa misma calle, conducida por este conocido que casi salió de la indigencia hace un año y medio, cuando se conectó bien y empezó a hacer sus negocitos por ahí. Como legitimando las cosas materiales que se obtienen por ser más avispados que los demás, en vez de celebrar las que se logran con esfuerzo.

Entonces, no limitemos el tema que ocupa nuestras conversaciones con la pareja, el señor de la panadería, o la vecina viejita que nos encontramos en el ascensor a un hecho que simboliza para algunos la muerte de la libertad de expresión en Venezuela, o la falta que nos hace la novela del mediodía. Revisémonos más bien nosotros mismos, y en vez de circunscribir el tema de la tolerancia a lo político, pensemos en que tan tolerantes somos en nuestro día a día y en si nos atrevemos a ser libres de verdad, en cada uno de los actos de la vida cotidiana.