10.31.2006

LA INMANENCIA DE LOS OBJETOS

El próximo en la fila se descalza, y cerrando los ojos pisa cuidadosamente el vidrio que cubre las huellas marcadas, en un cuadrito de arena, de un personaje considerado Santo por todos los habitantes de la región. Los demás, se recuestan sobre su tumba, la acarician, la besan, restriegan sus espaldas contra la lápida, con la mirada encendida de fervorosa esperanza, intentando ser bendecidos y curados de los más pavorosos males, por lo que queda de su energía divina, en estas cosas, que él poseyó o tocó en vida.

En algún otro lugar, algun@ traga grueso al escuchar en la radio una canción que le hace recordar algún momento idílico o trágico vivido con una pareja que ya no está. Y busca corriendo la cajita donde conserva la servilleta arrugada donde anotaron el número de teléfono, aquella foto carnet que sobró, o la flor secada patas arriba que atesora cuidadosamente, como testimonio de una relación que ya pasó.

Algunos guardan poco, otros mucho. Nuestros abuelos quizás, besaron conteniendo el aliento, la carta perfumada de la amada, en el mismo lugar donde suponían que ella había posado sus labios. Nosotros, escuchamos los mensajes de voz en el buzón del celular hasta que la compañía telefónica los borra, en sus odiosas y perecederas 72 horas.

Así como las huellas del Santo dentro del cuadrito de vidrio, todas esas cosas conservan, en una especie de inmanencia eterna, la energía de los momentos vividos al lado de alguna persona. Será por eso que el feng shui ordena desechar las sábanas en las que se ha dormido con parejas anteriores si se quiere comenzar una relación nueva, y alguna novia celosa exige eliminar cualquier vestigio material de novias previas en un intento de poseer totalmente la mente y el cuerpo del ser amado.

Será el poder que encierran esos objetos, suficiente en un caso, para hacernos el milagro de la curación divina, y en el otro para sustituir y rellenar la ausencia del que no está? O es nuestro apego el que les otorga la propiedad de conmovernos el pensamiento y el alma?

10.02.2006

DESDE EL MIEDO

Hace un par de días, por alguna casualidad macabra de la vida, se me cruzó en el camino una exposición, itinerante por diferentes ciudades del mundo, del Museo de la Tortura. En esta muestra se exhiben las diferentes herramientas que hemos utilizado los seres humanos a través de la historia, para infringir sufrimiento y castigo a nuestros semejantes, en nombre de la justicia y la divinidad.

De todos los instrumentos terroríficos, y los grabados que los acompañaban, explicando detalladamente su uso y consecuencias, el que más recuerdo es el Cinturón de Castidad.

Así visto en persona, es una especie de pantaleta de hierro con dos aberturas, finamente ornamentada con hermosos dibujos y un candado que la asegura en la cintura. Según explican en la exposición, era un instrumento que no podía utilizarse por tiempos largos, tal y como creemos, pues en ese caso, la fémina en cuestión moriría al poco tiempo, a causa de las infecciones e intoxicación por el contacto del hierro con sus partes nobles. Así que en realidad se utilizaba para evitar violaciones durante viajes y hospedajes en hostales, o mientras ocurría alguna ocupación de soldados en la ciudad.

Citando textualmente el catálogo de la exposición encuentro que “sabemos por muchos testimonios que las mujeres se colocaban el cinturón por iniciativa propia (…) Así llega a plantearse la cuestión: ¿el cinturón es no no instrumento de tortura? La respuesta ha de ser un sí inequívoco, este ultraje al cuerpo y al espíritu, es impuesto por el terror del macho, por el temor a causa de sufrir a causa de la agresividad masculina…”

Esto me lleva a pensar en el cinturón de castidad mental que llevamos todas en la cabeza. Y no por preservar nuestra inocencia y pureza; sino, como dicen los curadores de la exposición, por miedo. Por el pavor que tenemos de ser agredidas por el hombre, que bien se ha ganado esa fama.

Así, todas nuestras relaciones están bien cimentadas en el miedo. Nacen y se desarrollan desde allí. Desde el temor a ser heridas y vejadas. Y como para comprobar esa hipótesis, esto sucede con frecuencia, pues los hombres también están condicionados y entrenados para violentar esos cinturones que nos protegen.

No está fácil deshacernos de tan horrorosa prenda, ya bien dicen los expertos que nuestras bisabuelas las usaban por decisión propia…